Microbios milagrosos
En ocasiones, los conocimientos científicos de la
época han permitido hallar una explicación clara y razonada para ellos, pero en
otros muchos casos no ha sido así.
Cuando los fenómenos no pueden ser explicados mediante
los conocimientos de que disponemos nos quedamos perplejos, atónitos, y es
entonces cuando buscamos explicaciones sobrenaturales y recurrimos a la magia o
a la religión.
Cuando recurrimos a las creencias religiosas,
suponemos que esos extraños y aparentemente inexplicables fenómenos son el
resultado de la intervención de seres con capacidades muy superiores a las
nuestras a los que, en general, otorgamos el nombre de “dioses”.
Y en ese momento el fenómeno se transforma en
“milagro”.
Pero el avance de la ciencia a lo largo de los siglos
nos ha permitido comprobar que muchos de esos milagros, muchos de esos
fenómenos que se consideraban obras de lo sobrenatural, de lo insondable,
tienen una explicación científica, una explicación natural.
Y en muchos casos, los responsables últimos de esos
fenómenos han sido los microbios.
Uno de los microbios “milagrosos” más representativos
es la bacteria llamada Serratia marcescens.
Serratia es un microbio capaz de teñir de color rojo
sangre las superficies sobre las que crecen sus colonias, entre ellas, el pan o
incluso algunas figuras religiosas.
Y ha sido, precisamente, su proliferación sobre esos
dos elementos, lo que dio pie a la creencia de que era auténtica sangre el
líquido que manaba de ellos.
No resulta extraño que, debido a estas
características, los científicos hayan apodado a este microorganismo con el
sobrenombre de “la bacteria milagrosa”, y hayan llamado “prodigiosina” al
pigmento de color rojo sangre que produce.
Serratia, cuyo cromosoma circular típicamente bacteriano,
contiene tan solo unos 4.800 genes, es una bacteria con forma de bastoncillo,
lo que los microbiólogos llaman un bacilo, y como la mayor parte de las
bacterias, es diminuta, no mide más de dos milésimas de milímetro de longitud.
La podemos encontrar casi en cualquier parte, en el
suelo, en el agua, sobre las plantas, sobre animales… es, lo que se dice, una
bacteria cosmopolita.
Como suele suceder con la mayoría de las bacterias,
solo somos conscientes de su existencia cuando su desarrollo descontrolado
provoca algún problema en nuestra salud o en la salud de los ecosistemas en los
que vivimos.
Cuando su crecimiento en nuestro cuerpo se
descontrola, Serratia nos puede provocar conjuntivitis, infecciones en
heridas, en los riñones y las vías urinarias, infecciones respiratorias,
meningitis y endocarditis… de hecho, algunos historiadores aseguran que esta
bacteria ha provocado más muertes que ningún otro bacilo en la historia de la
humanidad.
En la actualidad, Serratia se relaciona
habitualmente con distintas enfermedades intrahospitalarias, sumamente graves
para los pacientes inmunodeprimidos, motivo por el cual es estudiada
intensamente en los laboratorios y hospitales.
Pero no todo es negativo.
Fruto de esas mismas investigaciones, se ha podido
comprobar que el pigmento de Serratia, la prodigiosina, induce la
apoptosis en las células cancerosas, es decir, hace que mueran de forma
natural. Y también que actúa como fármaco inmunosupresor en las operaciones de
trasplante de órganos evitando el rechazo.
Y también se ha descubierto que este pigmento presenta una potente actividad contra uno de los estadios de la espiroqueta Borrelia burgdorferi, la bacteria que provoca la enfermedad de Lyme y que es transmitida por las garrapatas.
La naturaleza en sí misma, la evolución de la vida en
nuestro planeta, nos brinda una enorme cantidad de ejemplos de fenómenos que
podrían ser considerados “milagros”.
Y, de nuevo, las bacterias son unas de las principales
protagonistas.
Uno de esos ejemplos fue la drástica transformación de
nuestra atmósfera hace ahora alrededor de 2.400 millones de años.
Hasta entonces la atmósfera de la Tierra estaba
dominada por gases como el hidrógeno, el vapor de agua, el monóxido de carbono,
el dióxido de carbono, el metano, el ácido sulfhídrico y diversos compuestos de
nitrógeno resultantes de la propia formación del planeta y de los múltiples
impactos de cuerpos celestes sobre su superficie.
En esa atmósfera primitiva no había prácticamente nada
de oxígeno libre, era una atmósfera anaerobia.
Y la vida durante ese amplio período de la evolución
de nuestro planeta era procariota, es decir, todos los seres vivos que lo
habitaban eran bacterias y arqueas.
Durante muchos millones de años algunos de esos
microorganismos fueron organismos capaces de aprovechar la energía
proporcionada por la luz solar para llevar a cabo la fotosíntesis.
Pero en la fotosíntesis que hacían, y siguen haciendo,
puesto que muchos de ellos todavía comparten el planeta con nosotros, no se
libera oxígeno, es lo que conocemos como fotosíntesis anoxigénica.
Estos microorganismos no rompen el agua para obtener
energía, sino un compuesto de estructura muy similar a la del agua, el sulfuro
de hidrógeno, el compuesto responsable del desagradable olor a “huevos
podridos”. Y cuya principal fuente en aquella época temprana de la Tierra era
el potente vulcanismo que afectaba al planeta.
Como consecuencia, en vez de liberar oxígeno, liberan
azufre.
El resultado de la rotura de ese compuesto es la
aparición de dos elementos, el hidrógeno, cuya energía es la que utilizan las
bacterias para su metabolismo, y el azufre, que generalmente se deposita en
forma de gránulos de azufre elemental bien en el medio bien en el interior de
las células bacterianas.
Hace aproximadamente unos 3.000 millones de años, un
tipo especial de bacterias, las cianobacterias, fueron capaces de utilizar un
compuesto mucho más abundante que el sulfuro de hidrógeno: el agua.
Ese nuevo descubrimiento metabólico, que conocemos con
el nombre de fotosíntesis oxigénica, resultó fundamental para la evolución de
la vida en el planeta, ya que en vez de liberar azufre provocaba la liberación
de oxígeno, un gas muy reactivo y, en principio, muy tóxico.
El oxígeno liberado se fue acumulando en el agua
puesto que había una enorme cantidad de elementos químicos disueltos en ella que
reaccionan fácilmente con el oxígeno y lo eliminan del medio.
Uno de esos elementos es el hierro, que era
extraordinariamente abundante como resultado de los procesos de formación del
planeta.
El oxígeno reaccionaba con el hierro para formar óxido
de hierro, que quedaba depositado en el sedimento de los océanos, de manera que
muy poca cantidad del oxígeno resultado de la fotosíntesis escapaba a la
atmósfera.
Una buena muestra de este proceso son las extraordinarias
formaciones geológicas conocidas como “hierro bandeado” que se pueden encontrar
en muchas regiones del planeta.
Hace aproximadamente unos 2.400 millones de años la
cantidad de hierro disuelto en el agua de los océanos ya no era suficiente para
secuestrar todo el oxígeno resultante de la fotosíntesis bacteriana y este gas
comenzó a concentrarse en la atmósfera en grandes cantidades. Pasó de
aproximadamente un 1% al 21% que tenemos actualmente.
Es el momento que se conoce como el Gran Evento
Oxidativo o La Gran Oxidación.
Los organismos que habían habitado el planeta hasta
entonces no estaban adaptados para vivir en una atmósfera rica en oxígeno, muy
tóxico, y se produjo una extinción masiva.
Desaparecieron casi todas las formas de vida del
planeta y comenzaron a evolucionar otras que fueron capaces de desarrollar
estrategias que les permitían ponerse a salvo del peligroso gas.
La mayor parte de la vida en el planeta pasó de ser
anaeróbica a aeróbica, como ahora.
Y aún hay más.
Hace unos 2.000 millones de años, alguna de esas
nuevas formas de vida, más complejas y capaces de vivir en una atmósfera rica
en oxígeno, puesto que ya habían incorporado en su interior a bacterias capaces
de respirar oxígeno que acabarían convirtiéndose en las mitocondrias de todas
las células eucariotas, engulló a una pequeña cianobacteria que, en vez de ser
digerida, se quedó a vivir en el interior de la célula depredadora.
Con el tiempo, esa cianobacteria se convirtió en un
cloroplasto, el orgánulo más característico de todas las células vegetales.
Eso provocó que la nueva célula, que ya era capaz de
vivir en un ambiente oxigenado, fuera también capaz de aprovechar la energía
del sol para su metabolismo, es decir, fuera capaz también de llevar a cabo la
fotosíntesis.
¿Cuál fue el resultado de esta extraordinaria unión,
de esta maravillosa simbiosis bacteriana?
Pues el resultado fue el desarrollo de una relación
simbiótica que originó la aparición de la primera célula vegetal, es decir, el
tipo de célula que forma todos los vegetales que podemos contemplar actualmente
en el planeta, desde las diminutas algas unicelulares como las diatomeas hasta
los gigantes vegetales como los grandes árboles que dan vida a nuestros bosques.
En la actualidad, diversos estudios han mostrado que
las cianobacterias, como microorganismos independientes de vida libre, son
responsables de entre el 50 y el 70 % de todo el oxígeno liberado a la
atmósfera desde la superficie del planeta. Sin embargo, podemos afirmar que, al
haberse transformado en cloroplastos y haber pasado a formar parte de todas las
células vegetales, las cianobacterias son responsables, no solo de ese 70 %,
sino de prácticamente el 100% del oxígeno liberado a nuestra atmósfera.
¿Puede haber microbios más “milagrosos”?
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